Siempre que enciendo un cigarrillo
siento que me estoy fumando un lápiz con el que, lentamente,
se va escribiendo mi vida.
Cada calada es una página que exhalo
con la esperanza de llegar a alguna certidumbre.
Al final, sólo alcanzo a dibujar unos puntos suspensivos
que terminan estrujados en el cenicero.
Todo se acabó el día que dejé de sacarle brillo al inodoro
Luego, tú olvidaste darle cuerda a los relojes,
y nos fuimos convirtiendo en dos okupas del tedio.
Yo me quedé con el sofá, tú con el sillón
que olvidamos frente a la tele.
Nuestros hijos se marcharon de casa.
También se nos fue el gato, con sus seis vidas,
y las hormigas fueron invadiéndolo todo,
el baño primero, mi garganta después.
Dejamos de salir, de hablar, de comer…
Una mañana descubrí un par de agujeros en mis zapatillas.
Las uñas habían crecido hasta acabar rompiéndolas.
Horas más tarde decidí asomarme a ver qué quedaba en la cocina.
La nevera estaba vacía. Sólo cuatro tomates mohosos interrumpían aquella blancura.
Por el tintineo de una botella de vino de mesa
parecían alegrarse de que alguien les abriera la puerta y encendiera la luz.
Entonces me di cuenta. ¡Corre, ven a ver esto!,
y, milagrosamente, apagaste la tele para buscar mi mano.
Recuerdo que corrimos por el pasillo
hasta detenernos frente a la puerta de la cocina,
y antes de abrirla, nos miramos para soltar de golpe
todo lo que dejamos de decirnos, sin palabras, en este tiempo.
Hacía más de un año que no pronunciaba tu nombre.
Era como si aquellas seis letras también hubiesen desaparecido
al estrellarse contra la curva.
Tu barba había crecido, estábamos flacos,
como dos radiografías. Temblábamos.
Cuando los ojos terminaron de hablar,
buscamos una bolsa donde meter los tomates podridos.
Encontré unas monedas en mi bolso y bajé a comprar.
Nos pusimos hasta el culo de pan con aceite.
No queríamos mirarnos, pero cuando lo hicimos
nos dio un ataque de risa y llanto histéricos.
Entonces te propuse un brindis con aquel vino peleón.
Al final ninguno dijo nada.
Yo pedí un deseo: Vencer a las hormigas.
A las de fuera y a las otras,
que se nos metieron por las orejas, la nariz, el ombligo.
Poco a poco retomamos la vida que aparcamos en zona prohibida,
y comenzamos a coleccionar pequeños objetos,
quizá para sentirnos un poco más seguros.
Recuperaste el trabajo y cuando te marchabas,
yo pasaba las horas planchándote las camisas,
mirando cómo daba vueltas el bombo de la lavadora.
Era feliz. Me ponía a 700 revoluciones.
Ahora, estoy intentando dejar de fumar y, por si acaso
todos los días hago limpieza general.
© Laura Santiago Díaz, extraído de “El laberinto de mi voz”. Ediciones en Huida.

Una respuesta a “Limpieza general”
Es una de las mejores poesías que he leído, de las que te dejan con el nudo en la garganta y los ojos llenos de nubes!
Que linda eres Laura,un placer haberte conocido