Un buen día ella sintió que ya no podía seguir soportando el peso de su armadura. No fue algo que sucediera de golpe. Fue notando cómo la carga aumentaba, de forma sutil. Esta vez no comenzó con una nube sobre ella, como en ocasiones anteriores. Tampoco se descubrió acorralada contra la pared, con la cabeza agachada. Por más que se esforzaba, no lograba recordar el momento en el que sucedió.
Insistió en convocarse bajo la luz de aquella luna. De pronto, se encontró perdida en aquel litoral famélico, contemplando horizontes en los que se veía alejarse de sí misma, despidiéndose de aquellas playas vírgenes, de aquella inocencia. La vista, cada vez más borrosa, se cansaba de mirar, mar adentro.
Las algas se enredaban a sus pensamientos salinos. Empezó a sentirse cómoda entre aquella espuma, sin contornos ni puertos a los que llegar. Fue imaginando, con trazos poco definidos, estrellas y cielos más accesibles. Dejó de tomar decisiones y aceptó que fueran los caminos quienes la eligieran.
Así prosiguió durante un tiempo, detrás de montañas de tejidos multicolores. Los lavaba, los tendía y los planchaba, semana tras semana, sin lograr salir del bucle, salvo cuando acudían, por sorpresa, los fantasmas. Entonces se daba la vuelta o se tumbaba en mitad de la larga autopista del insomnio. Allí, volvía a sentir las cuerdas y sus dedos eran capaces de hacer sonar el universo que tejía, cada noche, desde la sombra de una ventana desvencijada, mientras el paisaje crecía, a lo ancho y lo alto de los días sin firmar.
© De la imagen y del texto, Laura Santiago Díaz.

2 respuestas a “Viaje al centro de la mente”
Una alegoría delirante de la somatización, brillantemente ilustrada. Simplemente magnífico.
Muchísimas gracias, querida Susana. Un abrazo.