Los nudos de la memoria

Hoy, que se celebra el Día Mundial de la Salud Mental, he decidido compartir este humilde poema, con el que reivindico que le prestemos más atención a estos nudos, que nos pueden arruinar la vida.

Los nudos de la memoria


Me acuerdo de olvidar mi edad,
de un libro que me leyó,
de una voz que enmudeció.
Me acuerdo del sol que menos calentaba,
de mi madre, fregando de rodillas.
De mi padre,
alejándose del centro de nuestra gravedad,
entre volutas de humo.
Me acuerdo de un roble que crecía
en mitad de la explanada de la infancia.
De una mano culpable, de una flor mutilada,
de una isla sin sombra, de un dolor que quemaba,
de aquel loto sangrando, junto a un gorrión muerto.
Me acuerdo de la abuela rota, del insomnio perenne.
Del aquel circo que olía a cementerio,
del patio, que enfermaba en invierno,
de que siempre llovía, sin que nada se mojara.
Recuerdo que empezaba a hacer frío,
que nadie me veía,
que aquello que sentía me quedaba tan grande,
siendo yo tan pequeña.
Me acuerdo de la mesa blanca,
sobre la que soñaba, en voz baja,
con un lápiz ardiendo.
De intentar vivir, como si no hubiera un ayer,
de haberme convencido de que lo logré,
de despertarme helada,
en mitad de un sueño en llamas.
Me acuerdo del vértigo, destilando mi infancia,
del segundo precedente al desmayo,
de aquel sabor a tierra, de algún beso profano.
Me acuerdo de una taza verde desconchada,
de que ningún consejo era de mi talla,
de una voz acariciándome, hasta que me dormía,
de una lengua reptando, en dirección prohibida.
Me acuerdo incluso, de aquello que todavía no ha sucedido
y descubro que hay nudos que aún no he logrado desatar.

Viaje al centro de la mente

Viaje al centro de la mente

Un buen día ella sintió que ya no podía seguir soportando el peso de su armadura. No fue algo que sucediera de golpe. Fue notando cómo la carga aumentaba, de forma sutil. Esta vez no comenzó con una nube sobre ella, como en ocasiones anteriores. Tampoco se descubrió acorralada contra la pared, con la cabeza agachada. Por más que se esforzaba, no lograba recordar el momento en el que sucedió.

Insistió en convocarse bajo la luz de aquella luna. De pronto, se encontró perdida en aquel litoral famélico, contemplando horizontes en los que se veía alejarse de sí misma, despidiéndose de aquellas playas vírgenes, de aquella inocencia. La vista, cada vez más borrosa, se cansaba de mirar, mar adentro.

Las algas se enredaban a sus pensamientos salinos. Empezó a sentirse cómoda entre aquella espuma, sin contornos ni puertos a los que llegar. Fue imaginando, con trazos poco definidos, estrellas y cielos más accesibles. Dejó de tomar decisiones y aceptó que fueran los caminos quienes la eligieran.

Así prosiguió durante un tiempo, detrás de montañas de tejidos multicolores. Los lavaba, los tendía y los planchaba, semana tras semana, sin lograr salir del bucle, salvo cuando acudían, por sorpresa, los fantasmas. Entonces se daba la vuelta o se tumbaba en mitad de la larga autopista del insomnio. Allí, volvía a sentir las cuerdas y sus dedos eran capaces de hacer sonar el universo que tejía, cada noche, desde la sombra de una ventana desvencijada, mientras el paisaje crecía, a lo ancho y lo alto de los días sin firmar.

© De la imagen y del texto, Laura Santiago Díaz.

A Alejandra Pizarnik

Alejandra, a la deriva de su cuerpo,

estalla en mil palabras,

conjuga verbos altos con adjetivos ruines.

 

Enredada entre las sombras de su voz,

encendiendo una luz en la eternidad que se permite,

marcando a hierro la piel de la noche,

la hora en la que aúllan, en manada, los versos.

 

Sin un triste franco en el bolsillo roto

se sienta en la penumbra de un café

para captar los ruidos de las luces al chocar, la piedra y la locura.

 

No contenta con su tamaño,

inventa una palabra que signifique lo que ella necesita.

Tras los cristales, el milagro de la lluvia en París

le recuerda que ya es hora de firmar su epitafio.

 

Alejandra alejándose, bosque a través, entre dos líneas rojas,

lejos de cualquier frontera,

segura de que, esta vez, no girará la cabeza.

 

© Laura Santiago Díaz. De «Las espinas del pecado». BGR Editora.

Laberinto 1

Estudiamos el modo de salir de donde no estamos seguras de haber entrado. Este mundo ¿quién lo entiende? ¿Qué sentido tiene este pasar de páginas sin haber leído el libro?

No sabíamos qué hacer con tanta felicidad, con tanta nostalgia. Ahora, nos llueven las preguntas, nos ahogan las decepciones. El curioso milagro de vivir, más allá de la inútil conciencia de no saberse vivido.

Me inquieta comprobar lo rápido que nos acostumbramos al ruido. No somos conscientes del exceso de decibelios hasta que alcanzamos un sucedáneo de silencio -el puro, imagino que solo puede darse en otra dimensión-.

Vendemos nuestra dignidad por un puñado de promesas que nadie cumplirá. El juego es macabro. La caza es inevitable. A veces nos vemos obligadas a firmar nuestro epitafio. Mientras algunas nos afanamos en cambiar las cosas, los guardianes del oro, sindicados por la avaricia, hacen sus apuestas en la sombra. Mientras las marionetas mueren a los pies de la inocencia, ellos sonríen desde sus garitas de hiel.

Algunas pasean con sus vísceras entre las manos, abriendo mucho la boca para poder respirar. Otras, estudiamos la manera de no desentonar, de que no se nos note la tristeza. Muchas tenemos que pagar, en efectivo, las deudas de todos nuestros muertos.

Mientras algunos opinan, sin que se les haya pedido que lo hagan, otros otorgan con sus silencios, prostituyendo sus almas vapuleadas, fundidos en una realidad que no han elegido.

Muchos ya son maestros en el arte de la persuasión, vendedores de humo, que se llenan la boca con falsa caridad, que se regocijan lanzando sus sobras a sus esclavos.

Pero puede amanecer cualquier tarde y nunca es temprano para amar. Frente a un fuego apagado, me caliento pronunciando tu nombre, delante de un espejo que no me reconozca.

Puedo caerme en lo más llano de un verso, besar y ser semilla, hacha y leño.

Puedo anudar los días, iguales de distintos, y echar en agua este ramo de mañanas azules y tardes naranjas.

Puedo quedarme y esperar, o marcharme a pasear la herida que solo el camino podrá curarme.

Puedo rendirme ante tu silencio o negociar el precio de tu paz, que también es la mía.

Puedo seguir lamentándome o darme cuenta de todo lo que gané cuando todo lo creía perdido.

© de la ilustración y del texto: Laura Santiago Díaz